Revista Solidaridad

Las lágrimas invisibles: sin tiempo para llorar

Por Iñaki Iñaki Alegria @InyakiAlegria

Las lágrimas invisibles: sin tiempo para llorar

Sin tiempo para llorar, las lágrimas invisibles.

El rítmico latido del corazón de Alamitu se ha ido atrasando como un reloj estropeado hasta detenerse por completo y expirar un último suspiro de vida.

Son las 4 de la madrugada. Después de ofrecer todo el tratamiento posible, oxígeno, cuidados de enfermería, Alamitu acaba de morir.

La mirada se me vuelve translúcida por mis lágrimas ahogadas en el cuenco ocular. Tengo ganas de llorar, más no puedo, no tengo tiempo. Se me escurren las lágrimas que tengo que absorber sin poder llorar ante la llamada de la sala de maternidad.

Es hora de tragarme mis propias lágrimas y salir corriendo hacia la sala de partos. No hay tiempo para llorar, ahora no.

Los escasos metros que separan la sala de pediatría de maternidad se alargan hasta convertirse en kilómetros ante el cansancio acumulado a lo largo del día. Dejando el aliento aplastado en cada paso, con el latido como huella, bajo la oscuridad de una noche sin luna y sin electricidad.

Me sorprende una silueta no esperada. La de una ambulancia rural, una plataforma de madera tirada por un burro. Los gritos de una madre despiertan mi corazón. Postrada de dolor, con las piernas abiertas, un río de sangre mancha la madera. Levanto tímidamente y con delicadeza su falda confirmando todas mis sospechas: está de parto.
Bajo la oscuridad, aparece junto a mí la comadrona que ha acudido al encuentro alarmada por los gritos de dolor de la mujer y con la experiencia de saber que son llantos de parto acude al lugar llevando entre sus manos un kit de parto con todo el instrumental necesario para atender ahora mismo.

No hay tiempo que perder.

La vida se abre paso de cabeza entre los ríos de sangre. La muerte le persigue ya desde antes de nacer pero aquí está la comadrona para vencer el combate, para dar vida.
El halo de la linterna ilumina el canal del parto que se dilata dejando paso al occipucio del nuevo niño que está a punto de nacer.
Las manos de la comadrona, envueltas en blancos guantes estériles, hacen presión en el perineo para evitar el desgarre a la vez que favorece el parto. Empuja. Empuja. Empuja. Empieza a asomar la cabeza.
Asoma por completo la cabeza entre las piernas de la madre y un río de sangre que corre por medio. Estrangulado por su propio cordón umbilical que le envuelve todo el cuello a modo de horca.
En ese momento es donde toma protagonismo la experiencia de la comadrona. Con manos firmes y sin dudar, desenvuelve el cordón umbilical del cuello.

Con otra maniobra desatasca el bloqueo de los hombros y aparece todo el cuerpo.

Pinza y corta el cordón umbilical y se oye el llanto. Bienvenido a la vida. Bienvenido a Etiopía.

Acaba de nacer y es ya una superviviente.

Ahora sí puedo pararme a llorar, pero de Alegría.


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