Revista Cine

filmin radar: Hiroshima - The Artist

Publicado el 24 marzo 2012 por Fimin

Media década después y con el recuerdo de Juan Pablo Rebella, su amigo, Pablo Stoll, debutaba como director en solitario con  un musical mudo. O mejor, un musical silencioso. Pero, sobretodo, un film excepcional, obra arriesgada, extraordinariamente personal que cuestiona de forma eficaz el presente sin rumbo por el que muchos penan. Es "Hiroshima", primera película santo y seña de los orígenes de filmin a la que nuestro colaborador Montecarlo apunta con su radar brindándole su merecido homenaje.

¿QUÉ ES EL CINE?

A menudo, sumergidos en el relato y cautivados por la ilusión de los sentidos, olvidamos cuál es la naturaleza del medio. Sólo algunos cineastas (ineludible Godard) se esfuerzan en recordarnos que esa pregunta es necesaria; que ya no podemos jugar a ser el espectador inocente que, hace más de cien años, presenció por primera vez en la intimidad de una sala oscura aquellas fascinantes fantasmagorías.

Pablo Stoll, director uruguayo de fuertes convicciones estético-narrativas, se enfrenta en esta obra (y, al hacerlo, enfrenta al espectador) a esa misma cuestión.

HIROSHIMA

Las palabras nunca son inocentes. Al escucharlas (al leerlas, al verlas), surgen en nuestra mente asociaciones e imágenes que las encarnan y, al tiempo, las adornan con todo tipo de atributos que aporta nuestra experiencia (o mejor dicho, el recuerdo que invocamos de ella). Por supuesto, cada término se relaciona con un objeto o idea, y es en base a esa convención que nos comunicamos con nuestros semejantes.Sin embargo es esa otra capacidad (la de invocar conexiones con otras palabras/imágenes) la que resulta más rica. ¿Sería posible la poesía si las palabras fueran sólo palabras, y su significado fuera único y universal? Claro está que, por la misma razón, también es fuente de incontables equívocos.

El título de la película de Stoll lo ilustra perfectamente. Hiroshima. El término ha quedado asociado a los acontecimientos sucedidos en la ciudad japonesa de ese nombre al final de la segunda guerra mundial aunque la palabra también se asigne a la prefectura en la que está ubicada y, como es fácil de imaginar, tanto una como otra tienen una historia (anterior y posterior) al ataque nuclear norteamericano. Aunque menos gente lo sepa, Hiroshima es también el título de la canción que da nombre a la cinta, lo que no descubriremos hasta la última escena, cuando el protagonista se sube al escenario para interpretar la pieza o, puestos a ser rigurosos, hasta los créditos finales, cuando conocemos el nombre de la canción.

Concluye así la película, con la interpretación del tema en el concierto anunciado en los primeros minutos del film y con la recuperación en la banda sonora de la voz del  protagonista. Por cierto, esta última afirmación tampoco acaba de ser cierta, puesto que se trata de sonido sincronizado en postproducción (la voz del cantante de Genuflexos, con la imagen de Juan simulando que canta).

HIROSHIMA, MON AMOUR

Probablemente, para el cinéfilo, “Hiroshima”, más que al tema musical del underground uruguayo, a lo que le recordará será a la película de Resnais, “Hiroshima mon amour”. Esta asociación puramente formal (una palabra, un nombre que se asigna a un film) también desvela conexiones subterráneas aunque francamente relevantes, por lo que no importa tanto sin son fruto de la premeditación del director o creación mía/del espectador. (En esto estamos, en repensar las películas y explorar territorios).

Si pretendiéramos resumir toda la obra de Resnais en dos palabras, éstas serían: memoria y olvido. El cine del francés gira entorno al conocimiento; o en realidad, a la imposibilidad de acceder a él. Frente a la experiencia directa, el recuerdo se nos presenta como una recreación y, por lo tanto, una interpretación (selectiva, parcial, variable, caprichosa o intencionada). Resultan inolvidables los monólogos iniciales escritos por Marguerite Duras (recitados sobre unas imágenes de una atracción hipnótica): las posturas enfrentadas de la mujer francesa, que insiste en decir que ella ha estado allí y lo ha visto todo, y la afirmación del hombre japonés en sentido contrario, cuando repite que no queda rastro de la ciudad, que ya no existe nada.

Nos encontramos frente a uno de los grandes dilemas de la obra artística, no importa si cinematográfica o de otra naturaleza: ¿Se puede captar y comunicar la realidad? ¿Cuáles son mis límites cognitivos? ¿Cuáles las limitaciones del medio en que me expreso?.

Desde esta perspectiva cobran sentido y relevancia algunas escenas que de otro modo podrían resultar pueriles. El momento (¡gran momento!) en el que Juan posa como modelo y la cámara capta su torso desnudo seguido de las diversas interpretaciones que los alumnos dibujan. ¿Tiene algún sentido plantearnos cuál de esas representaciones es más real?

Otra escena que apunta en esta línea es en la que Juan visiona viejas películas en super 8, films tomados por sus padres años atrás y que aquí, siendo recuerdos privados, devienen parte de una ficción pública.

Si observamos la película desde esta perspectiva, descubriremos que, como suele pasar, lo de menos es lo que le ocurra al protagonista. (Una vez más, la etiqueta de “basado en hechos reales” juega las funciones de encantador del público). En el caso que nos concierne, Juan Andrés Stoll (el hermano del director) se interpreta a sí mismo mientras Pablo (el director) persigue la realidad que le envuelve e intenta captarla. O tal vez capturarla.

AUSENCIAS

Y es aquí donde el uruguayo se encara con otro de los grandes temas del cine: la presencia y la ausencia (que no son necesariamente antónimos). La reflexión sobre este asunto impregna todo el film. La ausencia de diálogos (que aparecen como cartelas), no excluye la presencia de una banda sonora repleta de temas musicales que matizan y apuntan las imágenes.

La ausencia de contexto al inicio de las escenas, a menudo en unos planos muy cortos, desarma al espectador al no suministrarle información suficiente para contextualizar lo que se le muestra (y aquí, la ausencia es una presencia fuera de campo).

La ausencia de “backstory” o explicaciones respecto al pasado de los personajes, la relación entre ellos o sus intenciones, frente a la presencia de largas escenas en las que un falso naturalismo tampoco facilita la comprensión del espectador, por mucho que presencie lo que ocurre, dejando una vez más la puerta abierta a la interpretación.

La ausencia que representan, en lo dramático, las elipsis, y en lo formal, los cambios de plano (cortes literales en la película que determinan el tiempo de pantalla asignado a cada toma).

Pero, ¿cuál es la gran ausencia, la que el director, pese a todo el juego de observación de la realidad y el metalenguaje empleado, no pronuncia? La ausencia evidente (evidente por ausente, podríamos decir) es la de su compañero de trabajo, al que en los créditos finales dedica la película con un escueto: A Rebella (una dedicatoria que a mí, personalmente, me parece de lo más sentido). Con él firmó sus dos primeros largos: “25 Watts” y “Whisky”, películas de aparente sencillez que hacen de la escasez de medios virtud y bandera, y que son más Cine que mucho de lo que se proyecta en las grandes pantallas y recibe ese nombre. Tras la muerte de Rebella, ¿qué hacer? Stoll parece buscar a su amigo en las imágenes de su propia familia, o tal vez lo que pretenda es buscarse (encontrarse) a sí mismo, al que fue o al que es, al individuo o a la suma de los dos (presencia y ausencia unidos). Aquí, Stoll se aplica en el mundo real lo que nos muestra a través de su película: imaginarse cómo puede ser/hacer, haciendo. O, como tan bellamente lo expresó Antonio Machado: se hace camino al andar.

TIEMPOS MUERTOS

Otra ausencia, apuntada con anterioridad, es la falta de trama evidente, lo que empuja al espectador a ver la película como una sucesión de momentos a lo “slice of life”. Esto le sirve a Stoll para afrontar otro de los grandes temas del cine moderno: ¿Qué es un tiempo muerto? Un asunto aparentemente banal o que a priori no apela a un interés general. Pero, ¿y si lo formulamos de otro modo? Y si nos preguntamos… ¿qué momentos de la historia merecen llegar a la pantalla y cuáles no? ¿Según qué criterios? (Una puntualización: si queremos que el ejercicio dé algún fruto será mejor que nos olvidemos de fórmulas y manuales y pensemos por nuestra cuenta).

En cuanto la atención se centra en estas preguntas, se descubre que Pablo Stoll maneja con maestría y conciencia plena los mecanismos y posibilidades expresivas del cine. No hay “tiempos muertos”, cuando la intención es captar esos momentos en los que la existencia parece quedar en suspenso, a la espera de que la llenemos de sentido (así, cobran la misma importancia vigilar unos pollos al fuego, participar en un partido de fútbol o bañarse en el mar). La película, por tanto, se convierte en una crónica del devenir que, salvando las distancias, la conecta con la obra de cineastas como Richard Linklater (obras como “Slacker” o el binomio “Before Sunsine” / “Before Sunset” están muy próximas a “Hiroshima”). El director norteamericano (nombre fundamental del cine indie de los 90), es uno de los exponentes más claros de un cine que supone, en lo fundamental, un canto al Devenir.

OTROS RECURSOS

A Juan, el protagonista, no le gusta mucho hablar. En primera instancia, eso le convierte en un sujeto introvertido y poco comunicativo, aunque tiene amigos (y amantes, y familia) y es muy capaz de expresarse. En la película, la palabra (hipervalorada en nuestro mundo) queda reducida al espacio asignado a los intertítulos (eso sí, que respetan el orden diegético).

Como ya he señalado, Stoll utiliza aquellos mecanismos del cine que considera oportunos, una lista que ni mucho menos se acaba con el fuera de campo o las cartelas: desde el estudio exhaustivo de acciones mínimas, pasando por la composición de bodegones o los saltos temporales dentro de una misma escena, hasta el uso de cámara lenta o de la música como elemento dramático. A lo largo de la película podremos ver un catálogo extenso de recursos, siempre supeditados a la narración. Que los personajes no hablen (que el director haya decidido que quiere darle otro uso a la banda sonora) es un recurso más.

¿Un ejercicio de estilo de cine pobre? Pudiera ser, pero en el caso que nos incumbe, no importa. Estoy convencido de que Stoll ha hecho lo que ha podido (en el sentido más extremo del término) para lograr sacar adelante el film. Y no hay nada de frívolo en eso. (Im)ponerse algunas normas comporta obligarse a reflexionar sobre lo que uno hace y, tras la muerte de su compañero, Pablo Stoll debía estar necesitado de este tipo de exorcismos. Desde luego, yo lo estaría.

HIJOS DE McLUHAN Y EL NEOLIBERALISMO

“Hiroshima” en algunas referencias, aparece citada como “un musical silencioso”. Escribo esto en marzo de 2012, cuando aún perdura el recuerdo de los últimos Oscar en los que la película “The Artist”, del francés Michel Haznavicius, cosechó cinco estatuillas: mejor película, director, actor, banda sonora y dirección artística. Me resulta inevitable comparar estas dos películas, aunque sea porque se construyen sobre un recurso formal similar.

“The Artist” (película muda, rodada en blanco y negro) es una historia nostálgica que celebra “los buenos viejos tiempos”. El film se sustenta en dos pilares: un puñado de melodías populares (que a buen seguro despertarán recuerdos de antaño) y una iconografía que el espectador de más de cuarentena años identificará con lo que veía en la pequeña pantalla cuando era niño: los films protagonizados por Fred Astaire o Douglas Fairbanks Jr. (que ya entonces eran viejos, en términos de vida humana); películas que mostraban un mundo glamouroso que poco (nada) tenía que ver con la realidad.

“The Artist” es una falsa película francesa: está rodada en Estados Unidos con inversión norteamericana, con una iconografía claramente estadounidense y un mensaje no menos hollywoodiense (lo cual, probablemente, justifica alguna que otra estatuilla). Para mí, lo memorable de este film no es la obra en sí misma, sino el modo en que toma el pulso a la industria y al público actual. Vivimos tiempos de incertidumbre, apego y añoranza de la comodidad y seguridad del Estado padre, tiempos de miedo y cobardía. (No digo que todo el mundo se sienta o actúe así, sino que la percepción generalizada es ésa). Volviendo a “The Artist”, el héroe del film es un individuo que se niega a aceptar los cambios y que, si es cierto que cae y se vuelve a levantar, tampoco lo hace por su propio pie, sino siempre gracias a la ayuda de una mujer brillante y abnegada. Por si no nos había quedado claro, el personaje se empecina en mantener sus viejas costumbres y finalmente lo logra, gracias de nuevo a una idea de su amante. ¡Que cada cuál saque sus conclusiones!.

En un ejercicio que me gusta practicar (algo que tiene más de juego que de gimnasia), imagino programas dobles (¿Habré caído también yo víctima de la nostalgia?). Invito al lector a organizar una sesión casera con “Hiroshima” y “The Artist”. Retomando (y reformulando) la pregunta que me hacía antes: ¿qué historias merecen llegar a la pantalla? ¿Según qué criterios?.

OTRA VUELTA DE TUERCA

Recuerdo la primera vez que leí el imprescindible libro de William Goldman “Adventures in the Screen Trade” (“Las aventuras de un guionista en Hollywood”). En un determinado momento del texto, el autor repasa la lista de “las diez principales estrellas” de Hollywood, lo que repite en varias ocasiones, dando saltos de cinco en cinco años hacia atrás. Los resultados son sorprendentes el lector pasa de la risa a la carcajada y, entre una y otra, al desconcierto. ¿Por qué? Pues, porque como reza el refrán: el tiempo lo pone todo en su sitio. Sin ánimo de apoyar o desmentir tal afirmación, diré que lo que el tiempo hace es evidenciar las decisiones coyunturales. ¿Cuántos grandes cineastas han muerto sin una estatuilla, y cuántos sujetos perfectamente olvidables se han llevado alguna a la tumba?.

Esto me trae a la memoria algo que leí hace poco sobre Aki Kaurismäki (autor de “Juha”, otra película muda, en blanco y negro, rodada hace poco más de una década). El texto (una entrevista), revisaba el modo de vida y costumbres del cineasta finés. En él declaraba que sobre todo veía cine mudo, cada vez más a menudo. “¿Y películas modernas?”, preguntaba el periodista, asombrado. Kaurismäki respondía, en la línea y tono que caracterizan su obra: “No veo películas con menos de diez años de antigüedad. Si el film ha resistido, merece la pena verlo, sino, ¿para qué malgastar el tiempo?”. Con todos los matices y puntualizaciones necesarias, yo me pregunto lo mismo. Dentro de cinco, diez, quince años… ¿Qué obras habrán sobrevivido al paso del tiempo? ¿Las que exploran con honestidad cuestiones fundamentales del cine, como medio y como expresión de quiénes somos, o las que nutren nuestros anhelos de evasión?.


 


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