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Corvalán, un perro hijo de puta

Publicado el 06 octubre 2014 por Pablo Ferreiro @pablinferreiro
 -Te dejo, otra vez
La huida de Valentina no me sorprendió tanto como la ruptura del pacto de enamorados que juraba decirnos lo que nos pasaba antes de tomar una decisión drástica, pacto nacido de su anterior partida en la que intempestivamente huyó junto a su profesor de yoga a (cito tal cual me lo dijo): “encontrar la verdadera razón de mi vida,mi vida espiritual, sin preocuparme por el precio de los churrascos”.
Aquella vez había tenido la valentía de decírmelo en la cara, aunque aprovechando el estupor reinante en mi persona a la hora del primer mate, esa hora en la que todo lo que dicen es difícil procesar. Esta vez, la carta impregnada de su perfume agregaba romanticismo, épica. Nadie puede dudar lo romántico que resulta una carta de abandono mezclada entre las facturas de luz y gas. El detalle del perfume también resulto un aliciente, acostumbrado yo a que las facturas vengan siempre con el orín de gatos vecinos. Haciendo una pequeña digresión, la virtud femenina de llenar el aire con su perfume siempre me pareció misteriosa y atrayente, ella lo sabía. Yo debo perfumarme cada dos horas para que mi cuerpo huela dignamente, obviamente en épocas en las que creo en el perfume, la reiteración de fracasos aromáticos lleva a la rendición. A Valentina con un toquecito en el cuello, las muñecas y vaya a saber que otro reducto secreto le bastaba para oler bien todo el día.
Mi reacción, como la forma en la que ella se marchó fue distinta. Poco tuvo que ver con aquel brote iracundo que me llevó a purgar seis meses de cárcel por prender fuego la herboristería que había llevado a Valentina a conocer al hare krishna del yoga. Esta vez, solo encendí un cigarrillo que recuerdo haber disfrutado sobremanera por la posibilidad que brindó el silencio de escuchar cada pitada y un certero “andá a la puta que te parió”. La ausencia de motivos aparentes me llevó a pensar que mi reticencia a pre-lavar mis calzoncillos en el baño antes de dejarlos tirados en el balde de la ropa sucia era la única motivación valida para la partida. Eso me dejó tranquilo casi tanto como el recuerdo de su anterior regreso. Fue un sábado a la noche en la que estaba mirando boxeo luego de una extraña victoria de racing en el cilindro, una de esas victorias inapelables de final de campeonato frente a algún equipo ignoto cuando ya la acadé no pelea por nada sino que los jugadores son los interesados en rendir para renovar contrato. Tanto me conocía Valentina que en esa situación solo le bastó decir que se había equivocado, que la perdonara, que fue un momento de debilidad, que yo siempre había sido ese destino que buscó erradamente entre sahumerios y palo santo. Yo no soy, creo, un hombre rencoroso. Le serví un vaso de vino con soda, corte a la mitad la porción de vacío y como si no hubiera pasado nada, cité a Perón y hablamos hasta la madrugada.
A la carta le siguió una tarde normal en el banco, nada extraordinario salvo la extraña confesión del gordo Gómez durante el mate de la tarde acerca de un encuentro poco feliz entre su persona y un grupo de senegaleses en el once. Por decoro, y en virtud de cierta amistad con Gomez, no entraremos en detalles. La cosa a resaltar es lo que sucedió una vez que bajé del tren, un perro comenzó a seguirme. Al principio hice lo usual, apurar el paso durante una cuadra buscando que el animal desistiera de comerme. Las personas que fuimos criadas sin mascotas solemos pensar que cualquier acercamiento de un animal tiene intenciones de explotar el miedo latente, los perros saben esto y cada vez que se encuentran con uno de nosotros ensayan bravuconadas, actitud matona en la que nos ladran, merodean y hasta topetean nuestro cuerpo, cuando no lanzan un mordisco amenazante cercano a nuestros garrones. Luego de la primera cuadra, el perro insistía en seguirme, ojo, sin histeriqueadas. El tipo me seguía en silencio, de cerca pero en silencio. A mi me parecía la peor de las torturas ya que el mecanismo de ultima instancia, el de la patada cobarde quedaba descartado, el perro no me hacia nada y si yo lo pateaba me expondría al apaleamiento, justificado, de demás transeúntes. Sólo me quedó como recurso las frenadas esporádicas instando al rrope a desistir de su actitud con un “chts chts, vaya, vaya, mándese a mudar, zape zape”. No logré nada más que una mirada de extrañeza y una sonrisa perversa del bicharraco. Con paso atlético completé las seis cuadras siguientes y entré a mi casa cerrando la puerta de un portazo. La respiración comenzaba a relajarse. Dormí temprano esa noche, casi sin pensar en Valentina. Mi pensamiento fue monopolizado por la sonrisa socarrona del perro color mousse. No podía dejar de pensar en su pelo desteñido, su panza llena de agua podrida, su cola cansada y sus ojos de lente de contacto recién puesto. Fue un viernes extraño.
Al día siguiente, ya con mis pantalones de fobal desteñidos y mis zapatillas rajadas en la punta puestas, al abrir la puerta rumbo al club, vi que el perro seguía ahí, como en la canción de los Redonditos de Ricota, esa que no entiendo de que habla. El estupor mañanero anteriormente comentado había hecho que descarte de mi mente la posibilidad de la presencia del bicho. El abrir y cerrar de puerta solo me permitió ver como sacaba su hocico de las bolsas de basura destrozadas para girar la cabeza y mirarme fijo . Pensé en llamar a la policía, sin embargo el recuerdo de mi paso por la cárcel me avivó de que no era la mejor opción. Deambule de un lado a otro de la casa, prendí el televisor inútilmente buceando ante la pobre oferta que los canales ofrecen los sábados. El pánico se apoderó de mi cuerpo, manos traspiradas, rascadas intermitentes, falta de aire, nudo en el estomago, mareos. Me dí cuenta que era pánico al descartar los otros diagnósticos disparatados que me ofreció Internet. Una vez pasado el sofocón y aceptada la situación como una ridiculez decidí enfrentar mi miedo. Con paso decidido salí a la calle, el mousse abandonó su descanso para acercarse amablemente, algo en él me transmitió que venia en son de paz, tal vez su cabeza gacha. Avanzó y de pronto apoyó sus dos patas en mi pecho, con su hocico me entregó un recorte de diario tomado del fondo de la bolsa de basura destruida. El recorte estaba mordisqueado pero aún se podía ver la foto del 3 de Racing, Corvalán. Largué una carcajada que recorrió mi cuerpo, les juro que no miento al decirles que él también se rió. Cuando volví de la carcajada el perro ya se había metido en casa, no era lo que me esperaba, el enfrentar mi miedo sólo consistía, en mi cabeza , en salir caminando normalmente como si nada pasara. Dejé la puerta abierta y comencé a corretearlo por cada rincón de la casa instándolo a retirarse de mis instalaciones . Fue inútil, solo logré 1 hora de un perro a los saltitos con la cola parada, un par de vasos rotos y la vuelta a la agitación. El perro había decidido quedarse y no quedaba espacio más que para la resignación , la tolerancia y buscar la mejor forma de convivir. Lo primero fue buscar una forma aceptable de nombrarlo. Fue fácil, le puse Corvalán.
Los primeros días fueron los más duros. Acostumbrarme a los pelos en mi chomba, la rotura de articulos domésticos, compartir la comida, obligarlo a bañarse( la mayoría de las veces tuve que manguerearlo enchastrando todo el patio), evitar pisarlo en mis excursiones noctunas al baño, todo fue un trastorno. Corvalan parecía no controlar su cuerpo, ladraba cuando un programa en la tele no le gustaba en especial los programas esos que muestran el accionar policial mediante cámaras de seguridad, rechazaba el alimento nefasto que me habían vendido en la veterinaria prefiriendo compartir mis raciones que por suerte siempre eran abundantes por mi costumbre de comer con los ojos. En cuanto a su intimidad era bastante cuidadoso, él siempre iba a hacer donde yo no pudiera verlo, hasta alguna vez tuve que improvisar un plan para espiarlo ya que por más que él fuera cuidadoso en cuanto al lugar elegido del patio donde hacer sus cosas, el misterio de la ubicación desembocaba en un olor terrible que no tenia manera de disipar. Más allá de estas viscisitudes nuestra convivencia fue bastante tranquila, Corvalán no me hinchaba las pelotas para jugar, ni se me metía en la cama, ni usufructuaba mis lugares preferidos de la casa, tampoco salía a pasear, hasta hoy creo que es por temor a que yo le juegue una treta aprovechando para dejarlo afuera de casa, temor infundado ya que, más allá de alguna jugada que hice los primeros dos días como la de tirarle comida afuera para que salga, la posibilidad de exiliarlo no pasaba por mi cabeza. Lo que yo más festejaba era como les ladraba a los testigos de Jehová desde la ventanita de al lado de la puerta, lanzaba tarascones al aire rajándolos en el acto, así evitaba que yo fuera a rechazarlos en persona teniendo que ponerme un pantalón que mejorara mi andar casero de calzoncillos y ojotas. El ser un perro con códigos lo que se dice, hizo más fácil mi adaptación a la nueva vida. Si no me equivoco le gustaba el tango.
Ninguna fe es más fuerte que la de los conversos, por lo que a las dos semanas me había convertido en un fundamentalista de los perros. Este cambio de actitud tuvo sus consecuencias, muchos compañeros de trabajo dejaron de hablarme ya que hablaba nada más que de Corvalan y de Racing, aunque mi relación se afianzó sobremanera con Gomez quien, desgraciado, acompaño el vacío que me hicieron mis compañeros. El acompañamiento de Gomez me evitó recurrir desesperadamente al ultimo extertor, construir tal vez la relación más indigna que un bancario que se precie de tal puede tener, la relación con el Gerente.
Otra ventaja, que merece un párrafo aparte fue el incremento de mujeres en mi vida. Nunca fui un tipo de tener mucho levante, con Valentina había tenido suerte, cabe destacar que la flaca no estaba dentro del ranking de posibilidades que cada hombre hace para sí mismo. No entran en este postulado esos tipos que inexplicablemente pueden tener la mina que quieran, tipos a los que admiramos y detestamos profundamente al mismo tiempo. Las minas que te trae la conversación perruna y las que se conocen dentro del microclima existente en las veterinarias y lugares de venta de artículos para mascotas son mejores que las normales, eran más apasionadas, menos aseadas pero permeables y por sobre todos los argumentos, más fáciles. Mi arma principal era criticar abiertamente el termino mascota, que denigra al animal a un plano anecdótico quitándolo de su lugar de par como habitante del planeta Tierra, lo cual más allá de que lo creía funcionaba como carnada perfecta. Una vez iniciada la conversación, les describía a Corvalan de tal manera que accedían inmediatamente a venir a mi casa. Corvalán accedía a las caricias de las damas con gusto, llamaba mi atención que siempre se encariñaba con las piernas de las visitantes lo que siempre ocasionaba risas y un pie para mi remate: “viste que se parecen a los dueños”. Y aquí aparece la única manera en que Corvalan violaba mi intimidad, el guacho era voyeurista . Cuando yo había logrado mi cometido de meter a la mina en la habitación el siempre se aparecía para quedarse mirando generando interrupciones en el acto con esa cosa del “miedo a traumar al animal”. Ofuscado lo rajaba de la pieza, igualmente el se daba toda la vuelta y se asomaba discretamente por la ventana. Tuve que acostumbrarme a esto, lo cual por suerte no distraía de sus asuntos a mis acompañantes casuales que no se daban cuenta generalmente. Únicamente tuvimos problemas con una pelirroja de calzas coloridas que pareció haber emocionado más que de costumbre a Corvalán, llevándolo a insistir en sumarse a lo que pasaba en la pieza. La pelirroja salió al grito de que yo era un perverso y que ese perro estaba enfermo, que me iba a denunciar y otras cosas que no escuché o evité escuchar. Se ve que algo la llevo a desistir porque la ley nunca apareció por casa.
Un mes pasó de mi feliz convivencia con Corvalan, para festejarlo compré un kilo y medio de entraña , mas allá de que pedí un kilo, el carnicero siempre pone de más a lo que pregunta cuchillo en mano si me parece bien, haciendo imposible un rechazo. Llegué y la puerta estaba abierta. Busqué por todas partes, Corvalán no estaba, pensé en su huida injusta, pero ver el cuadro del Corto Maltés caído, la caja fuerte abierta desierta de los Dolares ahorrados durante toda una vida me dió a entender que simplemente me habían afanado. No había nada revuelto, el chorizo sabía lo que hacia y que iba a buscar. La única que sabía que yo tenía esa guita ahí era Valentina. Pero ella era incapaz de hacerme algo así, me puede dejar, engañarme con otro, hacerme los bifes secos pero jamás me mandaría a chorear. Tenía cosas más importantes que pensar en Valentina, por ejemplo Llorar desconsoladamente. El recuerdo de Corvalán rompió mi corazón, miles de imágenes pasaron por mi cabeza, no pensé que le pudieran hacer algo grave, un chorro antes de dañar a un animal, prefiere matar a un tipo. Descarté la posibilidad de que el perro los haya combatido, no era su estilo . El era un animal pacífico y criterioso, lo más probable es que no se haya resistido mucho a que se lo lleven, o peor , se fue con ellos por propia convicción el muy traidor. Todas estas conjeturas me acompañaron en el insomnio de la noche.
El día siguiente arrancó con la inútil denuncia policial. El agente Rodríguez, que me conocía de mi exabrupto con la herboristería no me tomó muy en serio. Me dijo que lo de los dolares era incomprobable y que el perro lo más probable era que haya huido por el miedo, a lo que contesté que de mí podía decir lo que quisiera pero que no se atreva ni a deslizar que Corvalán era cagón. Una simple amenaza de Rodríguez con pasar la noche en la comisaría detuvo mi impulso justiciero. Calmando la situación, le dije que la única persona que sabía que yo tenía esos dolares ahi era Valentina a lo que me respondió en tono paternal que me dejara de joder, que me quedará piola, que no me la agarré con la mina que se había ido, que yo no era así y finalmente con cierto tono socarrón dijo que si yo no sabía donde estaba mi mujer como vamos a saber nosotros. Me mandó a poner carteles a ver si me devolvían al perro, me mangueó un pucho y rajó.
Pedí licencia en el banco y me embarqué en la empresa de los cartelitos. Tuve que dibujar a Corvalán porque no reparé en sacarle una foto, la descripción fue minuciosa, tanto que cada cartel para ser legible tuvo que ser impreso en hoja A3. Me costó una fortuna en imprenta, también fue un quilombo la pegatina. Pegué un total del 1000 carteles (me salía lo mismo hacer 600 que 1000 por esas cosas de las imprentas) en mi barrio y aledaños. El tamaño de mis carteles tapó clases de guitarra, colchoneros y otras búsquedas de animales, que al parecer habían caducado ya que las fotos de los bichos estaban desteñidas o dibujadas por maleantes callejeros. Estaba llegando al final de mi búsqueda cuando encontré un cartel revelador que también buscaba a Corvalan. La foto estaba añeja, la descripción era deslucida, la recompensa superaba ampliamente a mi “será eternamente agradecido”, Corvalán ahi no era Corvalán, era Abalos.
Me dirigí a la dirección,quedaba en Morón. Me atendió un pelado desagradable, de esos que frecuentan puteríos mugrientos. La primera impresión fue su aliento a birra barata, traspirada. Le conté la situación y él me contó la suya. Corvalán o Abalos, había estado 1 mes con el tipo hace ya cinco años, su comportamiento había sido bastante parecido, con la diferencia que en la casa del tipo no había patio y el quilombo con los desechos del perro era peor. Lo que fue identica fue su desaparición, que coincidió con un robo, en este caso de relojes y cadenas de oro de esas que suelen usar este tipo de tipos. Me contó de su pesar, de su infructuosa búsqueda, de su rendición. La frase final antes de echarme fue la que me hizo compadecer de ese hombre “sé que le repugno, pero no se crea, no siempre fui así. Lo del perro me hizo rendir y así sigo, rendido ante la vida. Ahora váyase que me va a hacer perder a la Academia”. Ni siquiera me atreví a pedirle que me dejara ver el partido con él, el asco pudo más.
Los meses fueron pasando y las palabras de aquel hombre se volvieron profecía. Me entregué a la bebida, la noche subterránea, la mugre. Una noche, aniversario de la desaparición de Corvalan, desperté tirado en una calle cortada, la cabeza me retumbaba, me despertó el titilar de las luces de neón del albergue transitorio que estaba emplazado allí. Ví salir a un hombre de la mano de una mujer, su andar me resultó familiar, la verguenza de la salida a pie de un hotel no pesaba en su postura. También el olor me era familiar, ese perfume que se llevaba todo por delante, era Valentina. Me puse de pie y salí a su cruce. La mujer era Valentina, pero el hombre también me era conocido, ese andar, esa torpeza, esos ojos con lentes de contactos. El hombre era Corvalán:” Sos vos hijo de puta, Yo estaré con resaca pero vos sos Corvalán. Yo no estoy loco, la puta que te parió”. El tipo se asustó, Valentina me tomó de la mano, de la forma en que las minas saben que hay que tocar para tranquilizar a un tipo y me susurró: “Quedate tranquilo, yo te explico”.
Me llevaron a un café, hubiera preferido que todo fuera una confusión. Él no habló, Valentina, sí. Me explicó que Corvalán estaba maldito, que una vez por mes se convertía en hombre y que el único modo de vida que tenía era afanar y juntar guita para pagar un tratamiento con brujas en Estados Unidos, que las brujas de acá que intentaron hacerlo zafar no pudieron porque era un hechizo demasiado fuerte, importado. Corvalán seguía callado. Valentina siguió: “ La noche antes de irme de casa lo conocí, me contó todo, me enamoró principalmente por el olor a perfume que tiene Y su actitud varonil, animal. Le dí tu dirección y los datos de los dolares, me pidió que lo esperara, que confíe en él y lo esperé. Cada mes, es su día de hombre vuelve, me deja plata y se va a buscar otro tipo..” Corvalán la interrumpió con esa habilidad que tienen algunos hombres de poder interrumpir a una mujer “A mi no me gusta robar amigo, pero no me queda otra. Trato de devolverles lo que les robo siendo un buen compañero, haciéndoles compañía. Lo que sí, trato de que sean hinchas de Racing para no perderme los partidos. En eso compartimos. Lo que si, con vos me zarpé, te dejé sin guita y sin mujer. Sabé que Yo a Valentina la amo y ella me ama a mi. Te quise devolver la guita pero Valentina no te la quería llevar para no verte y yo, y yo ¿como querías que haga?”. Miré a los ojos a ambos, sus ojos estaban llenos de verdad, tomé de un trago el café y me levanté dejando 50 pesos en la mesa. Antes de irme le toque la cabeza a Corvalán y le dije simplemente gracias

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